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divendres, 18 de gener del 2019

Marhaba.

No es un secreto que Marruecos me tiene embrujada. Ciertamente, lo visito cada vez que puedo, y si no puedo, me invento un motivo para visitarlo, uno o varios motivos, no hay límites. Es llegar a Marruecos, y se me aparecen miles de excusas para regresar a conocer con detalle aquellos aspectos que más me llaman la atención. La primera, mi sentir en cuanto piso tierra moruna, porque  después de llegar, no sé qué es lo que me llama más la atención del país: su gente, la gastronomía, los olores, los colores del Atlas, el silencio del desierto, la inmensidad del paisaje, el olor a carbón y  carne asada, el complicado y suave idioma, los gritos en la calle, el ruido ensordecedor de Marrakech, el atardecer en Fez al abrigo de la llamada a la oración, la magia del hammam, los desordenados zocos y mercados, los ajetreados y vivos barrios de oficios, los espectáculos de la Jema El Fnaa, los ojos penetrantes de los hombres y los niños, las miradas indagadoras de almas de las mujeres, las sonrisas al saludarse por la mañana, los desayunos con kaua y mnsemn, el tajine de otoño con membrillo y frutos secos, la puesta de sol sobre las dunas de Erg Chegaga, el trayecto en coche sobre el lecho seco del lago Iriki camino hacia el embrujo de  Foum Zguid, los trajes de las mujeres del desierto, el baile con mis amigos en el festival de Taragalte,  el trasiego de motocicletas en la medina de Marrakech, los burros porteadores en las calles de Fez, el cous cous de Halima o las sardinas pescadas en el Norte que asó en Boufarkouch nuestro amigo Abdesalam.

Volviendo al inicio, si tuviera que elegir entre lo que más me gusta de Marruecos, sería la sensación que me produce llegar al continente africano y pisar suelo marroquí. Al traspasar la puerta del aeropuerto, del puerto o de la estación de tren y entrar a formar parte de la vida del pais, mi cuerpo se relaja como quien llega a casa y se siente en territorio propio, como quien sabe cómo se respira, cómo se mueven las personas, cómo , al mirar a alguien, siento que algo me une a él, a ella, a quienes nos han antecedido.

Las largas charlas con mis amigos  y amigas de Marruecos, sobre la vida, el transcurrir del tiempo, el significado de la amistad y la familia, se me quedan siempre cortas por la intensidad que ponen ellos y ellas en hablar de la vida , de la tuya , de la suya, de la familia, de los proyectos de futuro, del amor, de la comida, de las costumbres, de las mujeres, de los hombres, del sexo, de las dificultades, y al mismo tiempo, de la resignación, de la existencia en todos sus aspectos.

Por este motivo, creo que antes que cualquier otro, trato de escaparme cada vez que puedo, y, aunque me embruja e hipnotiza el paisaje, lo que me ha producido dependencia, o embrujo, ha sido la relación entre personas, mirándonos a los ojos, hablando apasionadamente de cualquier tema, delante de un te, bien dulce y bien amargo, de ésos tes que te cambian las ondas energéticas, provocando una intensidad en la conversación que más al Norte de África, ya no somos capaces de mantener.

Entonces, pienso, debe ser esta misma dependencia la que me hace entrar en casa de mis vecinos marroquíes, en Mallorca, a cualquier hora, donde siempre hay un hueco para preparar un te, acercarnos a la mesa baja, descascarillar unos cacahuetes y ponernos a hablar de Marruecos , de mi familia, de la suya,  de cómo nos conocimos, de recetas gastronómicas, de costumbres, de religión, de la vida, como si lo que está abajo de nuestro balcón fuera el patio del douar de Driouch, de Telouet, de Ben Tayeb, de El Hayeb, de Nador, del que entrarían y saldrían los niños y niñas de la casa, jugando a esconderse, a llamar mi atención, a enseñarme a decir los números en árabe (ouahid, yuss, tleta, arbaa, hamza, setaa, sebaa, tamania, .....) entre diálogos de las series de televisión turcas, el trasiego de familiares y vecinas  que entran y salen, vídeos en el móvil de las adolescentes, preguntas sobre el paradero desconocido de los pantalones de Mohamed, de la agenda de Khadiya o de las llaves del coche de Salima.... Todo para mí resulta de una absoluta familiaridad que me transporta a esa sensación placentera que me produce pisar suelo marroquí y escuchar: "_Marhaba. "

dilluns, 14 de gener del 2019

Esperándose

Me quedé dormido hilvanando constelaciones, a su lado, esperando el momento oportuno para acariciarle la mano, y, tal vez, besarla. Ella enumeraba cada estrella sobre la cúpula que nos inundaba los ojos. Inevitablemente, el sueño me venció, sin haberla rozado.
Al amanecer, me despertó el día. Estaba solo. Alguien me había abrigado con una suave manta . A mi lado sólo su pañuelo, en señal de su ausencia. Subí a la duna cabizbajo, triste por no haber estado con ella, y allí la encontré , sentada, contemplando el crepúsculo. Se giró hacia mi, diciéndome:
_Estuve esperándote , pensando que llevarías el pañuelo a mi "jaima".


Microrrelato presentado al concurso "Relatos en cadena" de la Ser.
Como no me han premiado, lo comparto para que no se eche a perder....

diumenge, 13 de gener del 2019

dissabte, 5 de gener del 2019

Mi vecino Vladimir

Hoy tengo ganas de escribir sobre mi vecino Vladimir, el mejor vecino que he tenido jamás. Yo tenía veinticuatro años, el tendría unos cincuenta, así que, podría haber sido mi padre, y, seguramente por eso, le recuerdo como mi papá caleño.
Me acuerdo de él , sentado en la panadería situada en la esquina, justo abajo de casa, un lugar  que nos servía como espacio de reunión a los vecinos del edificio de apartamentos "La Palma", a una cuadra del Estadio del América de Cali. Vladimir siempre desayunaba en el local, café y bollo, muy temprano, tan temprano que yo, a las siete de la mañana me lo encontraba ya sentado en una de las mesas de la terraza,  cuando me iba a tomar el bus hacia el trabajo.
Recuerdo que me tranquilizaba verle al salir de mi casa. Yo estaba sola en la ciudad, a mis  veinticuatro, cuando nada sabía de la vida, y menos, de la vida de Colombia. Pero me parecía que lo sabía todo, y me iba, sin miedo y sin reflexión, allá donde me mandasen, aun así fuera el barrio menos seguro de la ciudad, al distrito más conflictivo o a la comuna con más exguerrilleros por metro cuadrado. Inconsciente yo del peligro, cada mañana me iba a una zona alejada de mi casa, del centro neurálgico de la ciudad y de la vida digamos que "normal", no sin dar el "parte "a mi vecino Vladimir. Cuando nos cruzábamos, me preguntaba siempre:
_ ¿Para dónde se va hoy, Laurita?
_ Pues hoy me voy al Distrito de Agua Blanca.
_¡¡¡¿¿¿Agua Blanca???!!!, ¡pero si allí no vamos ni los caleños! Su mamá sabe que está usted por allí? Mire que me la van a matar! Andese con cuidado que allá solo se busca una problemas.
_ No se preocupe Vladimir, que no voy sola, voy con personas que viven allí y siempre me acompañan.
_ Bien, cuídese mucho y avíseme cuando regrese a casa, ¿oyó?
_ Así lo haré, pero de verdad, no se preocupe....
Y así, todos los días, cada mañana, le pasaba mi plan de trabajo: Comuna 20, San Marino, El Paraíso, Junín, los barrios que me tocaba visitar y la hora en que pensaba regresar, a veces, pasadas las diez de la noche, pues me tocaba asistir a las asambleas comunales, un espacio bien interesante para una trabajadora social que justo empezaba a vislumbrar la profesión.
Al regresar, Vladimir se aseguraba de que todo había ido bien y me preguntaba por mi labor, que, me decía, le parecía increíble que me gustara.
Vladimir vivía solo, algún día me contaba su vida: sus padres le pusieron de nombre Vladimir porque eran comunistas, y creo recordar que habían ido a Rusia y que él había estado en Cuba. Vladimir no trabajaba, no supe nunca de qué vivía, pero imagino que en aquellos momentos en que el M-19 recién había firmado los acuerdos de paz,  estaría relacionado con la vuelta a la vida civil, y, con una pequeña pensión, se instaló en el mismo edificio de mini apartamentos donde contábamos con una gran familia de vecinos, desde estudiantes a gente de paso en la ciudad, como yo , cooperante española, con ganas de mezclarme con la gente del lugar.
Su apartamento era exactamente igual de minúsculo que el mío, pero el suyo, estaba mucho mejor aprovechado. Recuerdo las paredes llenas de libros, un pequeño escritorio que sobresalía de los estantes y una cocina con nevera y una cama que hacía sus veces de sofá. Todo lo había hecho él a su gusto y medida. Por eso, en cuanto me vio sola, se ofreció para ayudarme a acomodar mi pequeño apartamento. Se trataba de una sola estancia, en la que la cocina quedaba integrada en la sala de estar-dormitorio-cocina. El baño era la única estancia separada, una puerta a la izquierda, nada más entrar en el apartamento, que colindaba con la cocina.
Pues bien, Vladimir, sin mediar palabra, se presentó en mi apartamento al cabo de pocos días para ver cómo me había instalado, y al ver mi precariedad, empezó a tomar medidas de todo. Le dije que tenía unos muebles de mimbre encargados en un almacén de la zona y de un día para otro se presentó con unas maderas para complementar la cocina, y me acompañó al almacén para apremiar a los empleados en la entrega de los muebles:
_¿Oyó? Esta mujer está sin muebles y no pueden pasar más días, así que apúrese en la entrega!
Hacía falta la mano contundente de Vladimir: al día siguiente tenía mi mesa, sillas y estantería en casa.
Así fue como pasaron mis posteriores seis meses en Cali, de barrio en barrio, pasándole el planning semanal a Vladimir, quien velaba por mi seguridad como si de un padre se tratara. De él tengo aún la expresión aquella de "¿Ya se va para Metrallo?" cuando me iba a Medellín para visitar los centros juveniles de la comuna noroccidental. Eran los tiempos de Pablo Escobar y no podía concebir que me mandaran allí a trabajar el fin de semana, le parecía una aberración y , ante la impotencia, me acompañaba a tomar el bus en la estación, como si asegurarse de que me dejaba en manos del conductor para que no me dejara salir de la estación de "Metrallo" hasta que alguien me recogiera a la llegada.
Compartimos muchos ratos juntos, con otros vecinos y vecinas, en la panadería, viendo los partidos de la Copa América , asistiendo a un partido de en el Estadio del América de Cali
(decía Vladimir que no podía regresarme a España sin haber visto un partido) del que guardo un recuerdo entrañable, por cierto, por la fiesta que se vivía disfrutando del espectáculo deportivo-cómico; de las largas charlas en el apartamento de cualquiera de nosotros, repasando batallitas de la vida agitada de Colombia, de las copas de aguardiente anestesiante que me hicieron probar para reírse de mi expresión al tragarlo, de las noches en la terraza callejera, arreglando el mundo, de las canciones que escuchaba en su radio desde mi casa, de las recetas que compartíamos, de la tortilla de papas que hice para invitar al vecindario, promovida por él, de la batidora que le regalé al regresarme a España, como recuerdo para que no se olvidase de mí.
Jamás me contestó una carta al regresarme a Mallorca, y pensé: ¿Será que Vladimir sólo estuvo allí para protegerme?

dimarts, 1 de gener del 2019

Los colores del desierto.

Regresábamos por aquella carretera, la que desde entonces, tan a menudo, aparece en mi memoria, de la que no logro deshacerme por sus colores alucinógenos, con todos los infinitos matices que la tierra de Marruecos  regala a quien quiere verlos. A través de los cristales del coche, mis ojos quedaban pegados a cada nueva imagen, por si la vida no me volvía a llevar al paisaje más hipnotizador que hasta ahora había podido contemplar, por si era la única vez , por si no había otra ocasión. En aquel momento, todos mis sentidos se agudizaban, sin gafas para protegerme del sol cegador, quería que toda la luz  de agosto reflejada sobre la hammada, se quedara grabada en mi retina, quería quedarme con los olores a tierra seca, a aire caliente, a desierto...


Mientras el guía zigzagueaba en silencio, concentrado en el sendero  ligeramente  trazado por otros coches , yo no podía dejar de mirar el duro terreno, extensiones interminables de piedras negras, basálticas, romas y brillantes sobre el suelo arenoso , firme y polvoriento, raso, capaz de crear en la distancia un agua que no existía, un juego visual que nos ofrecía la tierra llana y caliente en contacto con el ardiente sol de aquellas horas. Nuestro vehículo vibraba sin cesar al  ritmo del traqueteo de las ruedas pisando sobre el lecho seco de lo que hace cinco décadas era un lago. Nada de vida, nada de agua, nada en movimiento.

Mis ojos no podían salir del horizonte, sentía una profunda sensación de tristeza, por abandonar aquella soledad, aquel lugar inhóspito e inerte donde parecía imposible la vida, donde nada crecía, donde nada vivía, y, que sin embargo, tan profundamente me conectaba a la existencia, a la humanidad y su sabiduría ancestral . Eran extensiones interminables de tierra dura, de polvo, rocas y más piedras, sin un atisbo de verde, sin que nada ni  nadie se moviera en la distancia. Mientras, con el vehículo , avanzábamos levantando una nube de arena tras nuestro paso , polvareda atravesada por  el sol que ya salía a nuestra espalda, indicándonos que aún faltaban unas horas para que llegara el mediodía. Y la luz y el calor ya no te permitían pisar el suelo, caliente aún del día anterior, como rescoldos de un fuego no alimentado.

 Y, de repente, unos dromedarios nos hicieron levantarnos de nuestros asientos ....allí, a cientos de quilómetros desde el último pueblo en la frontera del desierto, alguien se había asentado para que los animales se alimentaran, o bebieran, o ejercitaran sus largas patas, cuyas sombras se vislumbraban a lo lejos, alargadas, sinuosas, como sus pasos... Se trataba de una realidad inverosímil, una muestra de que la vida es posible en cualquier lado, que la adaptación al medio es una fuerza inherente a los seres vivos, aun en las condiciones más duras.

Pensaba, en aquellos momentos, en los proverbios filosóficos, en los anacoretas que tiempo atrás vinieron a parajes como estos para encontrarse con su Dios, con la naturaleza, con el cosmos, con el latido de sus propios corazones, con los de las otras personas que habitaban estos recónditos lugares, con las miradas, con el otro como ejemplo de fortaleza, de ésa fortaleza que les hace ser flexibles ante la adversidad. Pensaba en mi muerte, como algo inevitable, como un acontecimiento único en el que si mi mente me lo permite, evocaré estos lugares como parte de lo vivido, como lugar para regocijarme de haber visto.

Y no podía contener el llanto, la emoción me desbordaba, pensaba,  en la fortuna  por haber llegado hasta allí, donde las absurdas preocupaciones mundanas pierden importancia, por tener desde aquel momento la certeza de que es posible vivir aun sin tener nada, por entender que tenerse a sí mismos es la mayor riqueza de los nómadas que habitan estos indescriptibles parajes, que ser fuerte es ser humilde para adaptarse a la dureza del medio, un medio que a la vez que silencioso y acogedor, es duro, implacable, amenazante.

Podía entonces imaginarme a aquellas personas, esconderse valientemente en sus haimas al llegar  la tormenta de arena, junto con sus cabras, su gran tesoro , esperando a que pase, mientras, en sus mentes, en sus cuerpos, cada experiencia se guarda como un tesoro  para poder enfrentar la siguiente. E, inevitablemente, me preguntaba cómo es posible dar a luz en estas circunstancias, una pregunta que me surgía al verla a ella, acercarse por el camino, para saludarnos, para darnos una lección de vida, a quienes veníamos de más allá de las montañas.