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diumenge, 21 de juliol del 2019

Esclavas entre terciopelo rojo.

Recuerdo, como si fuera ayer, aquel tugurio oscuro, lúgubre, rancio, tenebroso, de Ciudad de Guatemala, al que fuimos a parar accidentalmente con un grupo de comerciantes nicaragüenses, una noche de  un diciembre de  los noventa. Quisimos aprovechar el viaje con los nicas, atravesar con ellos Honduras casi de manera clandestina, para permanecer unos días en Guatemala, comprando mercancías que después serían revendidas de regreso a Nicaragua.  El trayecto en sí fue una experiencia de las que no se olvidan en la vida, llena de anécdotas, divertidas unas,  y otras, no tanto.

A nuestros veintidós años, mi amigo y  yo, estábamos en Nicaragua, entre amistades contactadas a través de los Comités de Solidaridad, en aquellos años de Revolución Sandinista, cuando el país vivía casi exclusivamente de la cooperación internacional y de la ayuda humanitaria. Años de escasez, aunque de necesidades básicas cubiertas: comida racionada, ayudas o incentivos a la producción agrícola, presencia de Ongs internacionales, algunas divisas extranjeras, autobuses en desuso en Europa que entraban a configurar la flota de transporte interurbano, cooperantes, todo, en vías de desarrollo. Parecía que el país iba a sobrevivir y a prosperar tras la revolución.

Pero, ¡oh!, ¡sorpresa!. En las elecciones ganó la UNO, y la desbandada de la solidaridad internacional, dejó al país en manos de Violeta Chamorro, de terratenientes que ahora se sentían legitimados por las urnas. El resultado fue un fiasco. Al desaparecer la presencia internacional, se agravó su miseria estructural, quedó un país profundamente empobrecido, que buscaba en otros mercados la materia prima de la felicidad: ropa de marca, luces de navidad, jabones, perfumes, adornos para el cabello, maquillaje, tabaco...diversión en clubes nocturnos  y, por supuesto,  sexo.

Retomando el viaje a Guatemala con los nicas, he de confesar que nuestro espíritu joven e inocente no nos avisó y sin darnos cuenta  seguimos la ruta de nuestros acompañantes aquella tarde. Acabamos en un tugurio de un barrio nada recomendable, un club nocturno, con luces de neón, decadente,  de la ciudad de Guatemala sin poder prever el dantesco espectáculo que nos depararía la noche.

Pedimos unas cervezas nosotros. Ellos y ellas, hombres y mujeres nicas, unos roncitos. Nosotros, sin saber qué cara poner, nos dimos cuenta de que no queríamos estar allí nada más entrar en aquella curiosa sala. Todo estaba precariamente decorado: sus mesas bajas, su escenario a pie de mesa, sus cortinas rojas de terciopelo sucio y manoseado, rematado por un biés dorado que todavía, si cabe, enfatizaba la decadencia del local. El aire de casino clandestino, cargado de humo, se oscurecía aun más por el ambiente tenebroso creado por unas bombillas pintadas de rojo que más que iluminar, elevaban la temperatura del ambiente. Si hubiese tenido que retratar el infierno, tomaría ése antro como  modelo.

Y, empezó a sonar una música, no sé muy bien cual, pero seguro era de la banda sonora de una película de "streaptease". En breve, apareció sobre el escenario, apartando las cortinas, una joven, tal vez niña. No superaba los dieciocho. Quizás no tenía ni los dieciséis. La recuerdo perfectamente, contoneándose agarrada a las cortinas, caminando lentamente hacia nosotros. Era gruesa, no gorda, de carnes prietas, embutidas en una falda corta y una especie de corsé atado con lazos en la espalda. Todo de color negro, como su media melena rizada, que le daba un aire muy infantil en contraste con la ropa provocativa. Ojos pintados con sombra de color morado, labios estrepitosamente rojos, pestañas postizas, maquillaje desorbitado. Todo me resultaba excesivo, no podía soportar mirarla. La vergüenza por presenciar su humillación me apretaba el pecho. Mi deseo era salir corriendo del local, pero no sabía cómo regresar sola a la pensión a altas horas de la madrugada en una de las ciudades más inseguras de Centroamérica.

Mi amigo y yo nos quedamos como estatuas, tratando de encontrar una vía de escape que no llegaría. Mientras tanto, ella empezó a quitarse prendas, como pudo, porque era evidente que nadie le había dado clases de interpretación, ni de danza, ni de ritmo. No. Daba la impresión de que la habían soltado allí quienes la usaban como mero objeto productivo. Unas cuantas prendas menos, y acabó desnuda ante nosotros. Yo me quería meter bajo tierra, el espectáculo era desolador. Los hombres que nos acompañaban, la llamaban para que se acercase y dejarle unos billetes en la braga mientras la llevaba, en la boca cuando ya no había ropa para sujetar unos manoseados billetes.

Terrible experiencia, pensamos. Imaginé, mientras la miraba, su itinerario de llegada al infernal y decadente club nocturno: con toda seguridad, en casa necesitaban plata, no había trabajo posible en la comunidad de la montaña, por lo que cuando aquel hombre que visitó a su familia le ofreció a la niña un trabajo seguro en la ciudad, su familia dijo que sí sin poder adivinar la esclavitud a la que la iban a someter. O sí, tal vez no era la primera en marchar. Era tal su desconocimiento del mundo que le pareció que aquella oferta de dependienta en Ciudad de Guatemala era factible, creíble, inmejorable. Su familia esperaba unos quetzales (moneda local) a cambio de vender su fuerza de trabajo, daba igual a qué precio, en qué lugar,  en qué condiciones, con qué clientes. En la capital, ella estaba tremendamente sola, no conocía, no sabía, estaba atrapada. Imposible salir de la trampa.

La recuerdo a veces, y me viene su imagen, sentada junto a uno de los hombres presentes en el local,  que le había dejado un billete en sus bragas, riéndole las gracias, abrazándolo,  para emborracharlo y aumentar su comisión aquella noche.
De ello hace ya casi treinta años, y todavía me estremezco al pensar en ella.

dilluns, 8 de juliol del 2019

El concierto del verano.

Me había pasado meses estudiando, sentía el cansancio en las extremidades, en el cerebro, las ideas no fluían con facilidad, una pesadez mental se había apoderado de mí, impidiéndome ver lo que pasaba a mi alrededor, como si me hubiesen metido dentro de un bote de jabón negro.
El calor empezó en aquellas semanas a subir los termómetros, la humedad en el ambiente era casi insoportable, las calles quemaban por la tarde, el asfalto se veía brillante desde lejos, como en aquellas imágenes del desierto, en las que se pueden ver grandes espejos de agua en la distancia. En casa, en la zona de mi dormitorio, el tejado y las paredes irradiaban el calor hacia el interior, provocando o bien el letargo, o bien la huída urgente, a la biblioteca, a la piscina del pabellón municipal, o a un café con aire acondicionado. Alcanzaba tal grado  la temperatura durante el día, que  durante la noche no daba tiempo a refrescarla, aun manteniendo las ventanas abiertas de par en par, los ventiladores rodando, el deshumidificador recogiendo el agua del ambiente y cuantos inventos caseros se idearan. El calor estaba cociendo las paredes de la casa, y a mí misma, como si de hervir un huevo se tratara, así era la sensación de mi cerebro.
Una de estas tórridas tardes, me llegó un mensaje de un antiguo jefe : concierto en un convento, de música clásica, a beneficio de una Ong, un domingo al ponerse el sol. "Bien", pensé, "voy a ir." Me va a ayudar a relajarme, y además, en los conventos e iglesias, se está fresquito. Y la música clásica, me ayudará a relajar la tensión neuronal, en estos días de tensa espera de resultados del examen.
Compartí el cartel, por si alguien se animaba a ir conmigo, lo colgué en las redes. Y, ahí estuvo el "quid" de este relato. Varias personas me pusieron un "Me gusta". Fueron diez o doce, no recuerdo, no me importa, porque uno de ellos fue quien me hizo sonreír. Venía de lejos, de lejos en el tiempo, lejos en el espacio, lejos en el recuerdo. Venía de mi primer amor, de alguien con quien no he vuelto a  tener contacto en treinta años, pero de quien conservaba el teléfono porque un día él me lo hizo llegar a través de un mensaje privado. Y no me lo pensé dos veces, busqué su nombre en los contactos guardados en el móvil , y llamé.
Fue curioso, porque hay cosas que siempre permanecen en el recuerdo, y entre ellas, las voces de las personas con quienes has mantenido relaciones estrechas. Familia, amistades, relaciones amorosas, son voces que registramos sin fecha de caducidad, en los rincones del cerebro, que se activan con un "Hola".
Al otro lado, alguien descolgó, saludó con una expresión general "Dígame?". Le dije, como si hubiésemos estado hablado ayer, si me reconocía. Me contestó que no, claro, yo andaba con ventaja, pues era yo quien marcaba la llamada. Me presenté. Se creó un silencio. Un largo y profundo silencio, de los que acercan a dos personas que se quieren, que se han querido, que han compartido momentos especiales de la vida, cuando la juventud nos invadía los cuerpos, cuando todavía teníamos la vida por delante, con todos los planes por hacer, por cumplir. Aunque no fuese juntos. El tiempo pasado en común, las ideas compartidas, las llamadas por teléfono, tantos momentos vividos, se hicieron presentes durante los intensos segundos de silencio inicial.
El contenido de la conversación fue irreproducible, irrelevante tal vez, significativo sin embargo, simple, sincero, entrañable. La vida ha pasado, cada uno la ha vivido a su manera, mejor dicho, la vive a su manera: con vorágine, con tranquilidad, con rutinas, con imprevistos, imposible resumirla en una llamada.
El motivo de contacto fue lo de menos. Lo importante es que la vida pasa, todo pasa, pero los afectos quedan, y la amistad profunda, permanece. Y los conciertos de música clásica se pueden presenciar en cualquier lugar, en cualquier época del año.
Revisemos calendarios, agendas y guías de ocio. Alguno habrá a nuestro alcance.