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dilluns, 8 de juliol del 2019

El concierto del verano.

Me había pasado meses estudiando, sentía el cansancio en las extremidades, en el cerebro, las ideas no fluían con facilidad, una pesadez mental se había apoderado de mí, impidiéndome ver lo que pasaba a mi alrededor, como si me hubiesen metido dentro de un bote de jabón negro.
El calor empezó en aquellas semanas a subir los termómetros, la humedad en el ambiente era casi insoportable, las calles quemaban por la tarde, el asfalto se veía brillante desde lejos, como en aquellas imágenes del desierto, en las que se pueden ver grandes espejos de agua en la distancia. En casa, en la zona de mi dormitorio, el tejado y las paredes irradiaban el calor hacia el interior, provocando o bien el letargo, o bien la huída urgente, a la biblioteca, a la piscina del pabellón municipal, o a un café con aire acondicionado. Alcanzaba tal grado  la temperatura durante el día, que  durante la noche no daba tiempo a refrescarla, aun manteniendo las ventanas abiertas de par en par, los ventiladores rodando, el deshumidificador recogiendo el agua del ambiente y cuantos inventos caseros se idearan. El calor estaba cociendo las paredes de la casa, y a mí misma, como si de hervir un huevo se tratara, así era la sensación de mi cerebro.
Una de estas tórridas tardes, me llegó un mensaje de un antiguo jefe : concierto en un convento, de música clásica, a beneficio de una Ong, un domingo al ponerse el sol. "Bien", pensé, "voy a ir." Me va a ayudar a relajarme, y además, en los conventos e iglesias, se está fresquito. Y la música clásica, me ayudará a relajar la tensión neuronal, en estos días de tensa espera de resultados del examen.
Compartí el cartel, por si alguien se animaba a ir conmigo, lo colgué en las redes. Y, ahí estuvo el "quid" de este relato. Varias personas me pusieron un "Me gusta". Fueron diez o doce, no recuerdo, no me importa, porque uno de ellos fue quien me hizo sonreír. Venía de lejos, de lejos en el tiempo, lejos en el espacio, lejos en el recuerdo. Venía de mi primer amor, de alguien con quien no he vuelto a  tener contacto en treinta años, pero de quien conservaba el teléfono porque un día él me lo hizo llegar a través de un mensaje privado. Y no me lo pensé dos veces, busqué su nombre en los contactos guardados en el móvil , y llamé.
Fue curioso, porque hay cosas que siempre permanecen en el recuerdo, y entre ellas, las voces de las personas con quienes has mantenido relaciones estrechas. Familia, amistades, relaciones amorosas, son voces que registramos sin fecha de caducidad, en los rincones del cerebro, que se activan con un "Hola".
Al otro lado, alguien descolgó, saludó con una expresión general "Dígame?". Le dije, como si hubiésemos estado hablado ayer, si me reconocía. Me contestó que no, claro, yo andaba con ventaja, pues era yo quien marcaba la llamada. Me presenté. Se creó un silencio. Un largo y profundo silencio, de los que acercan a dos personas que se quieren, que se han querido, que han compartido momentos especiales de la vida, cuando la juventud nos invadía los cuerpos, cuando todavía teníamos la vida por delante, con todos los planes por hacer, por cumplir. Aunque no fuese juntos. El tiempo pasado en común, las ideas compartidas, las llamadas por teléfono, tantos momentos vividos, se hicieron presentes durante los intensos segundos de silencio inicial.
El contenido de la conversación fue irreproducible, irrelevante tal vez, significativo sin embargo, simple, sincero, entrañable. La vida ha pasado, cada uno la ha vivido a su manera, mejor dicho, la vive a su manera: con vorágine, con tranquilidad, con rutinas, con imprevistos, imposible resumirla en una llamada.
El motivo de contacto fue lo de menos. Lo importante es que la vida pasa, todo pasa, pero los afectos quedan, y la amistad profunda, permanece. Y los conciertos de música clásica se pueden presenciar en cualquier lugar, en cualquier época del año.
Revisemos calendarios, agendas y guías de ocio. Alguno habrá a nuestro alcance. 





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