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dissabte, 5 de gener del 2019

Mi vecino Vladimir

Hoy tengo ganas de escribir sobre mi vecino Vladimir, el mejor vecino que he tenido jamás. Yo tenía veinticuatro años, el tendría unos cincuenta, así que, podría haber sido mi padre, y, seguramente por eso, le recuerdo como mi papá caleño.
Me acuerdo de él , sentado en la panadería situada en la esquina, justo abajo de casa, un lugar  que nos servía como espacio de reunión a los vecinos del edificio de apartamentos "La Palma", a una cuadra del Estadio del América de Cali. Vladimir siempre desayunaba en el local, café y bollo, muy temprano, tan temprano que yo, a las siete de la mañana me lo encontraba ya sentado en una de las mesas de la terraza,  cuando me iba a tomar el bus hacia el trabajo.
Recuerdo que me tranquilizaba verle al salir de mi casa. Yo estaba sola en la ciudad, a mis  veinticuatro, cuando nada sabía de la vida, y menos, de la vida de Colombia. Pero me parecía que lo sabía todo, y me iba, sin miedo y sin reflexión, allá donde me mandasen, aun así fuera el barrio menos seguro de la ciudad, al distrito más conflictivo o a la comuna con más exguerrilleros por metro cuadrado. Inconsciente yo del peligro, cada mañana me iba a una zona alejada de mi casa, del centro neurálgico de la ciudad y de la vida digamos que "normal", no sin dar el "parte "a mi vecino Vladimir. Cuando nos cruzábamos, me preguntaba siempre:
_ ¿Para dónde se va hoy, Laurita?
_ Pues hoy me voy al Distrito de Agua Blanca.
_¡¡¡¿¿¿Agua Blanca???!!!, ¡pero si allí no vamos ni los caleños! Su mamá sabe que está usted por allí? Mire que me la van a matar! Andese con cuidado que allá solo se busca una problemas.
_ No se preocupe Vladimir, que no voy sola, voy con personas que viven allí y siempre me acompañan.
_ Bien, cuídese mucho y avíseme cuando regrese a casa, ¿oyó?
_ Así lo haré, pero de verdad, no se preocupe....
Y así, todos los días, cada mañana, le pasaba mi plan de trabajo: Comuna 20, San Marino, El Paraíso, Junín, los barrios que me tocaba visitar y la hora en que pensaba regresar, a veces, pasadas las diez de la noche, pues me tocaba asistir a las asambleas comunales, un espacio bien interesante para una trabajadora social que justo empezaba a vislumbrar la profesión.
Al regresar, Vladimir se aseguraba de que todo había ido bien y me preguntaba por mi labor, que, me decía, le parecía increíble que me gustara.
Vladimir vivía solo, algún día me contaba su vida: sus padres le pusieron de nombre Vladimir porque eran comunistas, y creo recordar que habían ido a Rusia y que él había estado en Cuba. Vladimir no trabajaba, no supe nunca de qué vivía, pero imagino que en aquellos momentos en que el M-19 recién había firmado los acuerdos de paz,  estaría relacionado con la vuelta a la vida civil, y, con una pequeña pensión, se instaló en el mismo edificio de mini apartamentos donde contábamos con una gran familia de vecinos, desde estudiantes a gente de paso en la ciudad, como yo , cooperante española, con ganas de mezclarme con la gente del lugar.
Su apartamento era exactamente igual de minúsculo que el mío, pero el suyo, estaba mucho mejor aprovechado. Recuerdo las paredes llenas de libros, un pequeño escritorio que sobresalía de los estantes y una cocina con nevera y una cama que hacía sus veces de sofá. Todo lo había hecho él a su gusto y medida. Por eso, en cuanto me vio sola, se ofreció para ayudarme a acomodar mi pequeño apartamento. Se trataba de una sola estancia, en la que la cocina quedaba integrada en la sala de estar-dormitorio-cocina. El baño era la única estancia separada, una puerta a la izquierda, nada más entrar en el apartamento, que colindaba con la cocina.
Pues bien, Vladimir, sin mediar palabra, se presentó en mi apartamento al cabo de pocos días para ver cómo me había instalado, y al ver mi precariedad, empezó a tomar medidas de todo. Le dije que tenía unos muebles de mimbre encargados en un almacén de la zona y de un día para otro se presentó con unas maderas para complementar la cocina, y me acompañó al almacén para apremiar a los empleados en la entrega de los muebles:
_¿Oyó? Esta mujer está sin muebles y no pueden pasar más días, así que apúrese en la entrega!
Hacía falta la mano contundente de Vladimir: al día siguiente tenía mi mesa, sillas y estantería en casa.
Así fue como pasaron mis posteriores seis meses en Cali, de barrio en barrio, pasándole el planning semanal a Vladimir, quien velaba por mi seguridad como si de un padre se tratara. De él tengo aún la expresión aquella de "¿Ya se va para Metrallo?" cuando me iba a Medellín para visitar los centros juveniles de la comuna noroccidental. Eran los tiempos de Pablo Escobar y no podía concebir que me mandaran allí a trabajar el fin de semana, le parecía una aberración y , ante la impotencia, me acompañaba a tomar el bus en la estación, como si asegurarse de que me dejaba en manos del conductor para que no me dejara salir de la estación de "Metrallo" hasta que alguien me recogiera a la llegada.
Compartimos muchos ratos juntos, con otros vecinos y vecinas, en la panadería, viendo los partidos de la Copa América , asistiendo a un partido de en el Estadio del América de Cali
(decía Vladimir que no podía regresarme a España sin haber visto un partido) del que guardo un recuerdo entrañable, por cierto, por la fiesta que se vivía disfrutando del espectáculo deportivo-cómico; de las largas charlas en el apartamento de cualquiera de nosotros, repasando batallitas de la vida agitada de Colombia, de las copas de aguardiente anestesiante que me hicieron probar para reírse de mi expresión al tragarlo, de las noches en la terraza callejera, arreglando el mundo, de las canciones que escuchaba en su radio desde mi casa, de las recetas que compartíamos, de la tortilla de papas que hice para invitar al vecindario, promovida por él, de la batidora que le regalé al regresarme a España, como recuerdo para que no se olvidase de mí.
Jamás me contestó una carta al regresarme a Mallorca, y pensé: ¿Será que Vladimir sólo estuvo allí para protegerme?

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