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dissabte, 20 d’abril del 2019

Sabores que transportan.

Saboreando un pequeño pastel, de textura complicada, excesivamente dulce, con ralladuras de pulpa seca de coco, mezclada con yema de huevo, azúcar, y otros ingredientes no identificados, voy paladeando, tratando de mantener el bocado el máximo de tiempo dentro de mi boca, para que las papilas gustativas vayan recogiendo toda la información sobre lo que estoy comiéndome. Trato de evocar la memoria gustativa, aquella que, al igual que la memoria olfativa y memoria visual, nos traslada a otros momentos, otros lugares y otras situaciones, lejanas en el tiempo, pero grabadas en algún rincón de nuestra mente gracias al impacto de las emociones que envolvían ése momento de placer, o de miedo, o de disgusto.

Y, en pocos minutos, me he encontrado en la parada del bus ejecutivo, detrás de la Alcaldía de Cali, haciendo cola a las siete de la tarde, esperando a que pasara mi autobús con destino a casa, casi treinta años antes. Era mi lugar habitual todas las tardes de lunes a viernes. Allí paraban casi todas las líneas de bus que te trasladaban del centro a la periferia, por lo que nos congregábamos unas cincuenta personas a esta hora, guardando riguroso orden de llegada, para subirnos al vehículo que recorría nuestra línea. Era un punto neurálgico, en el que nos saludábamos quienes solíamos encontrarnos a diario, sin entretenernos demasiado porque cada cual tenía ganas de llegar a casa cuanto antes. Lo único que hacíamos era comprar en alguno de los puestecitos de venta ambulante que se colocaban alrededor de la parada, generalmente regentados por mujeres o por niños y niñas, que ofrecían algún que otro tentempié, no siempre el mismo: empanadas fritas de papa con masa de maiz, fruta pelada, mango verde con sal, pan de bono, arepas, chicles y caramelos, los bocadillos o dulce de guayaba con queso, o las empalagosísimas cajetas de coco, hechas con volutas de coco seco envuelto en panela de azúcar derretida y desecada, dándole a los dulces un aspecto casi artístico. De estos dulcísimos manjares se encargaban las mujeres negras, descendientes  de los  esclavos abandonados en el puerto  de Buenaventura, en la Costa Pacífica, que se fueron desplazando a Cali para vender sus frutas en la calle,  ataviadas con anchas y largas faldas, su pañuelo en el pelo, su pelo ensortijado, y sus facciones gruesas, labios y bocas prominentes, de sonrisa y carcajada contagiosa, con un humor extraordinario que provocaba que cualquiera que pasase por sus puestos se detuviese a comprarles lo que fuese con tal de establecer conversación con ellas. Eran, y son, según me consta,  la alegría de la ciudad, con sus canciones publicitarias, a grito pelado, anunciando "La paaaltaa, la rica paaaaltaaa", "la piña, la piña!", "dulces, dulces, el coco, el coco!!! ", pisándose las frases las unas a las otras, abriéndose paso en la calle entre ruido de motores viejos de buses, busetas, camiones, y carros (coches, en colombiano), con sus andares salerosos, moviendo las faldas al ritmo de sus indescriptibles caderas. Realmente, era un espectáculo verlas caminar con sus panas (recipientes) llenas de fruta, sobre su cabeza,  y acompañadas por algunos de sus hijos más pequeños, a veces colgados sobre su costado o arrastrados literalmente para avanzar por la calle, entre el trasiego de gente saliendo de trabajar. Imágenes mezcladas con colores, aromas, sonidos y sabores. 

Sin dejar de paladear mi pastel de coco en la boca, mi mente se ha detenido en aquél lugar, aquél dia preciso en que llegué la primera a la parada del autobús, y , en los hierros de la marquesina, uno de los hijos de las vendedoras ambulantes  estaba marcando con sus puñitos un ritmo más africano que latino , con una percusión improvisada en plena calle, ajeno al entorno, sólo concentrado en marcar la cadencia de una de las canciones de moda del momento: "La negra Tomasa", que enseguida reconocí provocándome una sonrisa. En pocos minutos, la cola de personas de todos los días se fue formando, entre bailes y movimientos de cadera, siguiendo la  orquesta que aquella criatura negrita, de pelito rizado, ojos vivarachos y pies descalzos, había creado para nosotros. Puro arte callejero, sin más añadidos que su talento natural afroamericano. 
Todo ello, evocado a través del pastel de coco que me acabo de comer. 

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