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dilluns, 5 de novembre del 2018

Dejarse llevar

Entrar en aquel lugar sólo reservado a las mujeres del pueblo era para mí como entrar en un espacio sagrado. Era, de algún modo, entrar en un universo  desconocido, donde no tenía más puntos de referencia que lo que mi amiga Halima me había contado, donde me debía mostrar desnuda ante sus ojos, ante los de  las  mujeres de este lugar fronterizo con el desierto, sin saber cómo sería el protocolo, con miedo a hacer algo indebido, con respeto hacia lo establecido y con una casi infantil curiosidad como extranjera, pero sobre todo, como mujer. En realidad, no era la desnudez del cuerpo la que me asustaba, sino la del alma, porque siempre he sentido que ellas ven el alma de los demás a través de sus miradas.
En Mallorca, antes de partir a Marruecos, mi querida amiga  me explicó  bien de los pasos a seguir: debía llevar ropa interior de recambio, una toalla para secarme,  una alfombrilla para el suelo que podía adquirir en cualquier tiendita del pueblo , jabón negro para untarme el cuerpo, y un guante para sacar todas las impurezas de la piel que también vendían en el mismo hammam. Podía, también, si quería, solicitar que una mujer me masajeara con el guante, pero mi amiga, sabia ella, me recomendó que me dejara llevar y mimar por alguna de las que compartieran el baño conmigo. A cambio, después yo  le devolvería el masaje a ella.
Entré sin pestañear, para no perderme detalle, para estar atenta a todos los movimientos que allí se producían, tratando de disimular mi inseguridad, imposible de esconder ante mujeres tan avezadas y tan acostumbradas a mirar lo que pasa a su alrededor, a sentirse y acompañarse en aquel espacio.
Dentro, en la primera sala, una mujer atendía a las que entrábamos. Ella iba  sin melfa  por el calor de la sala, vestía camiseta de tirantes y pantalones.  Mostraba con orgullo su escote exuberante, su piel aceituna, luminosa, de aspecto suave, su cabello rizado recogido en una trenza , que terminaba gruesa y negra,  a la altura de unas caderas prominentes,  continuidad de una cintura estrecha , lo que le daba un aspecto de mujer fuerte y joven.  Ella, casi sin mirarme, me pidió con la mano mis pertenencias. Observé  que las mujeres se quedaban con la parte inferior de la ropa interior, e hice lo mismo, trataba de ser lo más correcta posible, no quería que me tuvieran que llamar la atención. Le entregué mi bolsa con la ropa que me había quitado rápidamente ante ella, y a cambio, ella me dio dos cubos de plástico, con un recipiente más pequeño y me indicó, sin inmutarse ni preocuparse por mi inseguridad palpable, la entrada a la sala caliente.
De repente, me encontré sola ante varios grupos de mujeres que acudían con sus hijos e hijas a compartir aquéllos mágicos instantes:  los más pequeños,  pegados a sus madres, más allá, en un rincón , las adolescentes, que debían ser vecinas, hermanas, primas e incluso tías unas de las otras.
Comprendí enseguida que aquel momento  semanal era, para ellas , un paraíso para  los sentidos, donde   las emociones y  las confidencias femeninas fluían como el agua, un espacio en el que ellos, los hombres,  no entraban,  y en el que las mujeres, por el hecho de serlo,  mostraban una complicidad y una alegría inusual para mí.
Ahora yo  podía contemplar lo que ocultaban las melfas, estaba fascinada con lo que tenía ante mis ojos. Sin duda, la belleza que se esconde debajo de estos hermosos pedazos de tela de todos los colores y estampados no cumple con los patrones occidentales, se trata de algo difícil de explicar. Se acerca más a los cánones de belleza que muestran algunas figuras que representan a las diosas de la fertilidad. Las mujeres que allí había tenían rasgos de negra, con piel aceitunada, mestiza, tersa y brillante, ojos oscuros que te atraviesan ferozmente al primer contacto, unas sonrisas contagiosas enmarcadas en labios gruesos y colorados que contrastan seductoras con unos dientes grandes y luminosos, cabellos oscuros, salvajemente rizados, que se desatan nada más entrar en el hammam para lavarlos, peinarlos y untarlos de henna o de aceite, según la ocasión, la edad o la coquetería, que se desparraman sobre sus cuerpos voluptuosos junto con el agua que van echándose unas sobre otras, entre risas, entre suspiros por el calor del lugar.
El espectáculo superó mis expectativas de una manera  sobrecogedora. Me brotaban las lágrimas por haber entrado allí, por estar entre ellas, por haber tenido tan buena consejera, mi amiga Halima, que me animó a dejarme llevar y que traté de cumplir escrupulosamente.  Porque, de repente, sin saber cómo,  sentí que una mano me tocaba el hombro, y empezaba a masajearme enérgicamente,  con el guante, los brazos, la espalda, los glúteos, las piernas, la entrepierna, los pechos, los pies... sin que mediara palabra entre nosotras, sólo una sonrisa y una inmensa ternura, que sólo son capaces de dar las mujeres fuertes, las mujeres que saben cuidarse entre ellas, con esa fuerza femenina que no es exclusiva del sexo femenino , porque he visto la ternura también en los hombres. De hecho, me preguntaba si entre ellos, también se daban estas escenas,... será algo que sólo me podrá contar algún amigo que haya entrado en el hammam de los hombres, aunque quizás ellos  estén pendientes de otros detalles.
Lo que más se acercaba a lo que en aquellas salas vaporosas, calientes y perfumadas  estaba compartiendo era  un taller de sensualidad en el que había participado meses antes en mi ciudad, en Mallorca,  y , que, después de esta experiencia, me sabría a poco, me resultaría artificial y fuera de contexto. Aquel ambiente solo es posible en aquel lugar, donde el agua es un regalo, donde el espacio para embellecerse es una fiesta, donde el cuerpo es goce para los sentidos, donde todas somos cómplices por haber nacido mujer.


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