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dimecres, 21 de novembre del 2018

La memoria del miedo.

El cruce de frases, acontecimientos, y las circunstancias en las que se produjo aquella situación, formaron un cóctel instantáneo, una reacción química, cercana a la ya vivida en otros momentos.

Recordaba la imagen como un fogonazo. Ella mostró su malestar ante unas palabras que vivió como ofensivas, trató de decir basta, lo dijo varias veces. La situación se había vuelto demasiado incómoda para ella, no sabía cómo había podido llegar hasta allí. Ya lo había vivido antes, durante una larga etapa que, si bien empezó con amor, al final le costó lágrimas, dolor, insomnios, desánimo, desazón, tristeza.

Se propuso salir de ahí, al principio casi sin fuerzas, pero con firmeza.  Se dijo a sí misma que no volvería a pasar por el mismo túnel, tenía todas las alertas en marcha para que, si algún día eso pasaba, se dispararan como una alarma de incendios, y la avisaran de que allí había posibilidad de asfixiarse, de quemarse.

De pronto, un fogonazo ante un cóctel explosivo, como un relámpago en una tormenta perfecta, la hizo saltar hacia atrás, para quedarse en un segundo plano, contemplando la imagen y escuchando aquellas palabras como si de una voz en off se tratara. Era como si le hubieran quitado un antifaz después de permanecer a oscuras durante semanas.

No podía recordar los detalles, ni la cara de su interlocutor, ni la gente alrededor, sólo la reacción química que aquel cóctel había producido dentro de su cuerpo. Fue la emoción traducida en neurotransmisores lo que la hizo reaccionar.

Afortunadamente, durante sus sesiones de terapia para salir de la oscuridad, había tenido la ocasión de tomar consciencia del funcionamiento de su cuerpo. Sabía qué órganos se ponían en alerta, en movimiento, en tensión según la emoción que le provocaban ciertas situaciones. Una sensación de parálisis en las piernas primero. Era la memoria del miedo, el que  identificaba ahora con facilidad, tras una larga lucha por salir del shock, aquél que le producían palabras, para ella, agresivas. Aquellas que vivió siendo niña, adolescente, mujer después. Inmediatamente, atravesando el miedo, sentía, automáticamente, sin poder evitarlo, como si un resorte lo provocara, un pinchazo en el pecho, el estómago encogido, un nudo en la garganta que le impedía articular palabras congruentes, inteligibles, coherentes, acordes con el momento, con la emoción.  Era, ya lo sabía,  el preámbulo de la tristeza, de la profunda congoja, aquella que únicamente  te pueden provocar  las personas a las que quieres, cuando no te tratan como sientes que mereces.

No podía volver a pasar por ello con la intensidad de años atrás, no tenía fuerzas. O, tal vez las tenía, pero no quería  malgastarlas en soportar y luchar contra ello, debía buscar la puerta de salida, rápidamente,  cerrar la puerta cortafuegos,  la que le protegería de aquellos instantes que habían desencadenado la tormenta perfecta, la reacción química corrosiva, tóxica, hiriente.

Saltó hacia atrás, salió de ahí y gritó, con todas sus fuerzas hacia adentro: ¡Basta!

Entonces, la calma, la serenidad, la satisfacción de saberse a salvo, generaron el antídoto emocional al miedo.


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