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dimarts, 13 de novembre del 2018

Ellas

Ellas, en aquel lugar del mundo, donde apenas llegaban extranjeros, donde no llegaba la luz ni el agua corriente,  donde la naturaleza se mostraba salvaje, las mujeres casadas y sus hijas mayores,  se levantaban a las cuatro de la mañana, una hora y media antes de que amaneciese. Los gallos recién se desperezaban para  cantar, mientras ellas encendían el fuego para calentar el comal , en  la cocina, el lugar alrededor del cual iban a pasar casi por completo, el resto del día. Aquel fuego pasaba prendido la mayoría del tiempo, envolviendo a la comunidad en un olor a leña y humos, aromas que salían de los comales para hervir la leche, hacer el café, cocer los frijoles y tostar las tortillas. Mientras tanto, los demás habitantes de la comunidad, se iban despertando. Se escuchaban las primeras noticias, en aquellos días de invierno, sobre la invasión a Kuwait,  en los sobrevivientes transistores a pilas, alternadas con algunas canciones para empezar el día, acordes de canciones antiguas, de son cubano, de cumbias o de los coetáneos merengues de Juan Luis Guerra.
La jornada empezaba a oscuras, el sol tardaría aún una hora en salir. En aquellos momentos de penumbra, los más pequeños de la casa acudían al establo a buscar la ración de leche para el desayuno de la familia. Hacían cola los más chigüines con el cazo en la mano, esperando a que don Catalino, don Lucio o Don Ramón ordeñasen las dos vacas de la cooperativa y les repartiesen equitativamente la leche que tocaba a cada familia según el número de miembros, pero, sobre todo, de escolares.
Ellas, las esposas, las madres, las hermanas, las hijas, las comadres, se encargaban de preparar todos los alimentos para la prole: después de los cafés con leche, o de la leche con pinol, se tostaban las tortillas sobrantes del día anterior, se untaban con crema o se comían con queso. Ellas, seguían, ahumándose,  delante del comal, mientras se aseguraban de que todos los cipotes se habían aseado, peinado y desayunado, para partir a la escuela rural, a una hora andando desde el núcleo de casas que formaban la comunidad.
Ellas, sin parar, sin detenerse,  recogían solas la cocina y se llevaban el maíz naxtamalizado que habían hervido durante horas el día anterior, en un balde, sobre la cabeza, hasta el molino, a media hora de casa. El encuentro con las otras mujeres del entorno, hacía más llevadera esta dura tarea, se iban encontrando y uniendo en el camino hasta el punto neurálgico del pueblo, en donde un molino mecánico  no dejaba de funcionar en toda la mañana. El molino era atendido por otra mujer, que las esperaba con una sonrisa cómplice, pues era el lugar y el momento de ellas, cuando se compartían pecados, quejas, pasiones, desamores, peleas, afectos, confidencias y sinsabores. Era, el lugar de ellas, como en otros lugares podría ser el horno de pan, el lavadero junto al río, el pozo lejano, el hammam, ...
Ellas, regresaban a casa con el maíz molido, charlando durante el camino, con las compañeras de regreso, sin detenerse, para volver a las cocinas, cada una a la suya y empezar la tarea diaria. Como si se sincronizasen , llenaban la comunidad de un ritmo inconfundible, era el palmeado de las tortillas: pampampampampam, tatatatatata...pampampam...y vuelta a empezar. Convertían la masa del maiz molido en finas tortillas de masa aplanada sobre las maderas de las cocinas. Primero, una bola de  masa del tamaño de un puño, después, con los dedos, las aplanaban sobre un disco de fino plástico del tamaño de un plato, y empezaba el tamboreo, haciendo rotar el disco hasta dejar la masa fina, a punto para tostarla hasta hincharse y dorarse sobre el comal. Todo ello, sin parar de atizar el fuego para ir cociendo los frijoles, el arroz y , si , aquél día había habido suerte, hervir un caldo con un trozo de pollo o de carne de res.
Ellas, a las once de la mañana, preparaban un plato de frijoles con arroz, con gallopinto si era sábado,  lo tapaban con las tortillas y un trapo limpio, y lo subían a la milpa, donde los maridos trabajaban bajo un sol implacable, el campo de maíz, de tomates o de hortalizas. Les llevaban la comida, todos los días, de lunes a sábado, el agua y el café para el almuerzo, recorriendo el camino que ellos habían recorrido en la madrugada para llegar antes de que el sol abrasara al campo de cultivo.
Ellas, regresaban después de que ellos almorzaran, a la humilde vivienda, para preparar el plato a la tropa de hijos e hijas escolares, para que, por la tarde, les ayudaran a ellas en las tareas pendientes: alimentar el ganado, limpiar los establos, cuidar los huertos, lavar la ropa en el río, ir a buscar agua al pozo con las mulas, preparar la cena. Los hombres, después de la milpa, se reunían en el patio de la hacienda, a la sombra, a descansar, mientras la vida en la comunidad no se detenía.
Llegaba la noche y con ella, la hora de las plàticas, donde el tiempo parecía detenerse: se compartían los momentos finales del día en el patio, o en la sala de la radio, para compartir noticias, recibir al vecindario y relajarse entre conversaciones profundas sobre la existencia, la vida en otros lugares, o el recuerdo de antiguos visitantes, ésos que traían novedades y rompían la monotonía de vez en cuando en aquel recóndito lugar del mundo.

1 comentari:

  1. Querida Laura,
    gracias por contarme la vida cotidiana de ellas.
    Es un placer leerte.
    Alberto Mrteh (El zoco del escriba)

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