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dimarts, 1 de gener del 2019

Los colores del desierto.

Regresábamos por aquella carretera, la que desde entonces, tan a menudo, aparece en mi memoria, de la que no logro deshacerme por sus colores alucinógenos, con todos los infinitos matices que la tierra de Marruecos  regala a quien quiere verlos. A través de los cristales del coche, mis ojos quedaban pegados a cada nueva imagen, por si la vida no me volvía a llevar al paisaje más hipnotizador que hasta ahora había podido contemplar, por si era la única vez , por si no había otra ocasión. En aquel momento, todos mis sentidos se agudizaban, sin gafas para protegerme del sol cegador, quería que toda la luz  de agosto reflejada sobre la hammada, se quedara grabada en mi retina, quería quedarme con los olores a tierra seca, a aire caliente, a desierto...


Mientras el guía zigzagueaba en silencio, concentrado en el sendero  ligeramente  trazado por otros coches , yo no podía dejar de mirar el duro terreno, extensiones interminables de piedras negras, basálticas, romas y brillantes sobre el suelo arenoso , firme y polvoriento, raso, capaz de crear en la distancia un agua que no existía, un juego visual que nos ofrecía la tierra llana y caliente en contacto con el ardiente sol de aquellas horas. Nuestro vehículo vibraba sin cesar al  ritmo del traqueteo de las ruedas pisando sobre el lecho seco de lo que hace cinco décadas era un lago. Nada de vida, nada de agua, nada en movimiento.

Mis ojos no podían salir del horizonte, sentía una profunda sensación de tristeza, por abandonar aquella soledad, aquel lugar inhóspito e inerte donde parecía imposible la vida, donde nada crecía, donde nada vivía, y, que sin embargo, tan profundamente me conectaba a la existencia, a la humanidad y su sabiduría ancestral . Eran extensiones interminables de tierra dura, de polvo, rocas y más piedras, sin un atisbo de verde, sin que nada ni  nadie se moviera en la distancia. Mientras, con el vehículo , avanzábamos levantando una nube de arena tras nuestro paso , polvareda atravesada por  el sol que ya salía a nuestra espalda, indicándonos que aún faltaban unas horas para que llegara el mediodía. Y la luz y el calor ya no te permitían pisar el suelo, caliente aún del día anterior, como rescoldos de un fuego no alimentado.

 Y, de repente, unos dromedarios nos hicieron levantarnos de nuestros asientos ....allí, a cientos de quilómetros desde el último pueblo en la frontera del desierto, alguien se había asentado para que los animales se alimentaran, o bebieran, o ejercitaran sus largas patas, cuyas sombras se vislumbraban a lo lejos, alargadas, sinuosas, como sus pasos... Se trataba de una realidad inverosímil, una muestra de que la vida es posible en cualquier lado, que la adaptación al medio es una fuerza inherente a los seres vivos, aun en las condiciones más duras.

Pensaba, en aquellos momentos, en los proverbios filosóficos, en los anacoretas que tiempo atrás vinieron a parajes como estos para encontrarse con su Dios, con la naturaleza, con el cosmos, con el latido de sus propios corazones, con los de las otras personas que habitaban estos recónditos lugares, con las miradas, con el otro como ejemplo de fortaleza, de ésa fortaleza que les hace ser flexibles ante la adversidad. Pensaba en mi muerte, como algo inevitable, como un acontecimiento único en el que si mi mente me lo permite, evocaré estos lugares como parte de lo vivido, como lugar para regocijarme de haber visto.

Y no podía contener el llanto, la emoción me desbordaba, pensaba,  en la fortuna  por haber llegado hasta allí, donde las absurdas preocupaciones mundanas pierden importancia, por tener desde aquel momento la certeza de que es posible vivir aun sin tener nada, por entender que tenerse a sí mismos es la mayor riqueza de los nómadas que habitan estos indescriptibles parajes, que ser fuerte es ser humilde para adaptarse a la dureza del medio, un medio que a la vez que silencioso y acogedor, es duro, implacable, amenazante.

Podía entonces imaginarme a aquellas personas, esconderse valientemente en sus haimas al llegar  la tormenta de arena, junto con sus cabras, su gran tesoro , esperando a que pase, mientras, en sus mentes, en sus cuerpos, cada experiencia se guarda como un tesoro  para poder enfrentar la siguiente. E, inevitablemente, me preguntaba cómo es posible dar a luz en estas circunstancias, una pregunta que me surgía al verla a ella, acercarse por el camino, para saludarnos, para darnos una lección de vida, a quienes veníamos de más allá de las montañas. 

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