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diumenge, 16 de desembre del 2018

Perversión, deseo, amor...

Cuando se vio frente a la  sonrisa de él, sintió que algo se movía en su bajo vientre, entre sus piernas, como si ya lo hubiera notado antes. Salió a relucir con una simple mueca, una media sonrisa que escondía sorpresa, ante eso que ella, tan inútilmente, había tratado de no sentir, de esconder. Había empezado a conocerse a sí misma, trataba de estar atenta a lo que su cuerpo le decía, era el que señalizaba las emociones, ése, justo ese cuerpo que tanto tiempo trató de callar, porque le avergonzaba, emitiendo señales que ella identificaba con el secreto, con lo que no se debe hacer, con lo que no se debe saber, con lo que no se puede contar, con lo que no tenía permiso para sentir.. 

Fue, como si de repente, le viera con ojos distintos de los que lo pudo ver la primera vez. Sabía que no valía evitar, que era evidente, que era posible, que aquello que él le había propuesto por teléfono de manera segura, descarada y atrevida, que tan duramente había rechazado, podía pasar... Esta vez , pensaba, no quería arrepentirse de lo que no se atrevería, en todo caso, prefería pedir perdón a pedir permiso, estaba segura de lo que hacía, había conseguido traspasar la barrera del miedo. 

La química se mostraba abiertamente mediante el acercamiento entre ella y él, se percibía desde fuera el interés por contarse, por acercarse, por reírse, por mirarse a los ojos, dando a entender que entre ambos surgió un libidinoso deseo. Esta vez, a diferencia de las anteriores, se trataba de asumir con tranquilidad, dejar fluir y suceder todo aquello que podía ser. Sin forzar, sólo permitiendo que pasara.

Le invadió, de repente, una energía que sólo recordaba en la adolescencia, la que le provocaba reírse sin motivo y sin poder parar, de manera nerviosa, cruzando bromas, miradas, que daban a entender que el deseo carnal estaba presente en ella,  en su cuerpo, en sus sentidos.

Aun así, su coraza, su carcasa, no estaba del todo deshecha. Era, creía recordar, la misma que la protegía desde que tenía conciencia de su atracción por el sexo opuesto, por los hombres, en plena efervescencia adolescente. Era algo que tenía que disimular, no podía mostrar interés, era algo que "nunca", se decía a sí misma, "me voy a permitir que se note". Mostrar interés por alguno de sus amigos era algo absolutamente pecaminoso, había tenido que jugar a esconder el deseo, por miedo a enfrentar su propia perversión. Un temor que, aún en aquel momento de su madurez, le perseguía. Temía quedarse a solas con él, porque sabía que el encuentro íntimo era inevitable, ella sería incapaz de dejarse sentir, al tiempo que sabía que no podría decirle que no, aun cuando su cuerpo se separara de su mente,  de sus sensaciones y dejara de respirar para no poder obtener placer. 

Aquellos momentos de la tierna infancia, en los que él la llamaba para provocarse placer, para que  ella, menuda y paralizada, simplemente, lo presenciara, para que su mera presencia fuera motivo de éxtasis,  aquellos momentos,  se daba cuenta ahora, le crearon una patológica adicción. Eran instantes eternos, durante los cuales  ella se sentía especial, "flashes" de la memoria que quedaron en el fondo de su ser, frenándola para desarrollarse, para brillar como ser único, como un ser más. Eran los momentos en los que su cuerpo le regalaba señales placenteras, combinadas, con la adrenalina que  genera hacer algo excitante a escondidas, unido a un sentimiento de culpa, manifestado corporalmente con un nudo en la garganta, el rubor y la parálisis casi estática de sus piernas, la respiración contenida y la mirada perdida para no encontrarse consigo misma, buscando auxilio para salir de donde en realidad, no quería estar.

Muchos años después, algunos novios después, sucesivos encuentros íntimos sin placer y demasiados coitos sin éxtasis, pudo identificar ésa desconexión emocional y corporal,  con el verdadero deseo. Pudo darse cuenta de que su mente se desconectaba rápidamente del mismo, cualquiera, por simple que fuera,: del deseo de bailar desenfrenadamente al escuchar música, de cantar en voz alta, de abrazar estrechamente a sus amigas, de besar locamente a quien le apetecía, de escribir sus pasiones, de entrarle al hombre de sus sueños, de entregarse al placer sexual, de brillar en lo que le hacía sentír sublime, de gozar la vida, de sentirse viva,  para no entrar en la culpa, en la vergüenza y en el miedo. Su cuerpo conservaba la memoria del miedo, se paralizaba de manera automática, primero desde la  cintura hasta los pies, clavándoselos en la tierra, para después dar señales a la sinrazón y que inventara excusas para dejar de sentir. Darse placer, seguir sus anhelos, cumplirlos, era luchar contra el miedo, contra la culpa, contra la tristeza, contra las ideas perversas que su mente, desde niña,  había ido consolidando con los años. El placer para ella era algo perverso, era pensar que se apoderaba del otro, de la otra, de las cosas, que las usaba para su propio disfrute.

Un día, cercano a aquel en que él se bajó del coche con la mirada clavada en la de ella, entendió que ése miedo era proyección, que  se había acostumbrado a dar placer esperando amor, reclamando aquello que yo no era capaz de darse. Se prometió ternura para sí misma , se amó, por primera vez en mucho tiempo, y sintió por unos instantes, que amar es un regalo, que amar  sin anhelo, que tratarse con amor es en sí mismo, una expresión de generosidad. Y fue así como dejó por un momento su coraza y se entregó al amor sin freno, al éxtasis descontrolado que tantas veces había parado por miedo a despertarse culpable de haber amado.


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