Seguidors

divendres, 19 d’abril del 2019

Un viaje decisivo.

Abdesalam fue nuestro conductor aquellos días desde Nador hasta Fez, ida y vuelta, en un coche de los años '80, restaurado, estrecho, pero infalible, fiel como ninguno. Nos acogió a las cuatro, en poco espacio, el que después me di cuenta que cada viajero ocupa en un colectivo, el medio de transporte más habitual en Marruecos. Así que aquel vehículo fue durante seis días, nuestro colectivo particular, nuestro espacio de relación, nuestra ventana al oriente marroquí, en unos momentos en los que ser turista en aquella zona, antes de llegar a Fez y Meknés,  resultaba extraño a los ojos de las personas que por aquellas zonas habitan.

Abdesalam, se fue convirtiendo por mérito propio,  en nuestro mejor acompañante. Era un hombre de unos 60 años, alto, delgado, enjuto, con un aire un tanto quijotesco, serio, poco sonriente al principio, aunque con un aire cercano que se desprendía de su mirada atenta. Recuerdo perfectamente cómo iba vestido: una chaqueta, o parka, o abrigo, de color marrón, una o dos tallas grandes para él, que debía medir algo más del metro ochenta y cinco. Bigote gris y grueso, acabado en línea recta, afeitado, con pómulos algo prominentes que destacaban sobre sus mejillas secas y surcadas por la vida. "Es de Tánger", nos dijo su cuñada y a la vez,  compañera nuestra en el trabajo y en el viaje.  Conociendo su procedencia, entendí inmediatamente por qué su aire me resultaba familiar. Parecia un personaje sacado de la novela "Déjala que caiga" de Paul Bowles, que describe la ciudad tangerina y las vidas lúgubres y no tan exóticas de algunos de sus personajes. Abdesalam, con su chaleco gris, sus camisa granate arremangada, sus pantalones de pinzas impecables y su aire colonial, le dan un aspecto de actor de cine. Me resultó muy agradable su presencia, y me sentí enseguida atraída por lo que debió ser su mundo antes de llegar a Nador y casarse con una de las hermanas de mi amiga. Creo que si supiera dariya, me pasaría, aún hoy día,  largas horas charlando con él de la vida en Tánger por ahí en los 70. Una vida que  seguro estuvo llena de anécdotas, de vida nocturna, de absenta en las trastiendas, en los locales clandestinos en los que el alcohol circulaba con normalidad, para deleite de la colonia europea y americana residente en Tánger. No lo podía evitar y la imaginación se me disparaba al mirarle, como si le viera hablar con Paul Bowles.

Pues bien, con esta compañía, fuimos visitando a las familias con quienes establecimos relación a través de nuestro trabajo en Mallorca, adentrándonos en los poblados más rurales de Saka, Ein Zohra, Driouch, por caminos intransitables, imposibles de alcanzar sin nuestro guía y conductor. Sin embargo, en los primeros días, Abdeslam se mantuvo prudente, observador, distante pero cuidadoso, atento a nuestras necesidades, agasajándonos con la habitual hospitalidad marroquí. No entendía demasiado bien qué buscábamos adentrándonos en la vida cotidiana de las familias que visitábamos. No dejaba de insistir en que estábamos viendo lo feo de Marruecos, que en Fez podíamos ir a ver la medina, que Fez El Bali es precioso, y que Meknés merecía una visita. Sin embargo, a los dos o tres días de conducirnos de casa en casa, de familia en familia, y observar nuestro interés por lo cotidiano, por lo habitual, por el entorno natural de quienes han migrado a Mallorca, su actitud hacia nosotras fue de absoluta dedicación. Se sentía parte de nuestro proyecto, que no era otro que comprender las dinámicas familiares de quienes migran, conocer a la parte de la familia que ha quedado en el país. Y así fue, Abdeslam, la pieza central que hizo girar el engranaje de nuestro proyecto, el guía protector, que nos facilitaba el camino, nos acompañaba, nos explicaba, nos observaba, se sentaba a comer con nosotras, tratando de explicarnos cómo debíamos actuar para ser aceptadas en lugares en los que nunca se veía a una extranjera, cómo debíamos comportarnos para no herir a nadie, para mostrar respeto hacia la pobreza que visitamos, para que nadie se sintiera invadido en su intimidad.
Abdesalam no sabía leer el árabe, pero sí sabía leer a las personas. Era, un hombre sabio.
Aún le recuerdo la noche que regresamos a Mallorca, en la puerta del aeropuerto de Nador, esperando a que pasásemos el control para embarcar. Me di la vuelta porque su mirada me llamaba, él estaba de pie, con sus ojos fijos en nosotras, su tesoro mejor cuidado, para asegurarse de que nos dejaba con todo en orden. Le miré, me emocionó su mirada tierna, y su sonrisa cómplice, al levantar la mano para despedirse y decir, sin hablar: Beslama! (Hasta luego).

2 comentaris:

  1. Me encanta vuestra historia, espero poder, en parte, hacer un viaje similar...

    ResponElimina
  2. Me alegro que te guste. Si quieres, te informo sobre Marruecos.

    ResponElimina

Puedes escribir aquí tus opiniones, aportaciones...Gracias.